Todos los lugares de la Tierra experimentan, a causa de la rotación del planeta sobre su eje, un día de 24 horas por cada vuelta completa de 360°. Los meridianos de longitud señalan esos grados. Así, la Tierra, cuando gira hace que por ejemplo, sea mediodía en diferentes lugares y cuando es mediodía en un lugar, aún falta tiempo para que lo sea en otro que esté al Oeste.
En concreto, cuando en Estambul es mediodía, en Madrid faltan dos horas para que llegue el mediodía. Por tanto, si se pone un reloj exacto en Madrid y se viaja a Estambul, veríamos que al comparar con la hora local nuestro reloj tendría un «retraso» de dos horas. De esta forma, comparando ambas horas, se puede saber a qué distancia están las dos ciudades.
Esta situación que en tierra puede resultar sólo curiosa, cuando se navegaba por los inmensos océanos se había convertido en un grave problema.
Cuando la navegación dejó de ser de cabotaje (cercana a la costa) y se dispuso a cruzar océanos como el Atlántico o el Pacífico, las orientaciones y ayudas que proporcionaba la astronomía se hicieron insuficientes. Cuando la consulta se le hizo a Galileo, éste recomendó la creación de un reloj exacto para el mar.
Los holandeses, que en esa época tenían enormes intereses comerciales con el extremo oriente, se dispusieron a resolverlo como fuera. Huygens (1629-1695) lo intentó con un reloj de péndulo. Pero es difícil medir el tiempo con precisión con un reloj de ese tipo en un barco que se balancea a merced de las olas. El cálculo de la longitud en alta mar se convirtió así en un problema prácticamente universal. Felipe III de España ofreció, en 1604, un premio de 10.000 ducados a quien lo resolviese; Luis XIV, ofreció 100.000 florines. Los Estados Generales Holandeses también anunciaron el suyo. En Inglaterra, la necesidad de resolver el problema la motivó un grave accidente que sufrió su flota. A menos de 65 Km. de la costa, muchos barcos chocaron con las rocas de las islas Scilly por estar totalmente desorientados respecto de su posición. El parlamento inglés, conmovido por la tragedia, aprobó en 1714 una ley para «proporcionar pública recompensa a aquella persona o personas que descubrieran la longitud en el mar».
Era evidente que el premio no podía ser ganado por el reloj de péndulo. Había que avanzar más. Alguien había pensado que si se enrollaba una delgada pieza de metal como un resorte, al desenrollarse podía impulsar la máquina. Pero el resorte tenía problemas. Mientras un peso que caía ejercía la misma fuerza al principio y al final de su caída, en el resorte la fuerza disminuía conforme se desenrollaba. La solución la daría el husillo. Pero aun quedaban situaciones que resolver: el tamaño seguía exagerado, no estaba metido en caja alguna, etc.
¿Qué pasó con los premios ofrecidos? El del parlamento inglés fue ganado por John Harrison (1693-1776). Después de varios intentos consiguió un reloj con el que hizo un viaje de nueve semanas a Jamaica. Los encargados de controlar la prueba comprobaron que sólo perdió cinco segundos, equivalentes a 1’25 minutos de longitud que estaba dentro del margen de treinta minutos de longitud que permitía la convocatoria.
Así pues, el mecanismo del resorte hizo posible los relojes portátiles tanto en tierra firme como en el mar. El tiempo adquirió así una nueva visión y se tuvo la impresión de tenerlo, al fin, totalmente dominado.