Calendario Ripoll

Diciembre 2000 · Calendario · Talleres Gráficos Ripoll, S.A.

El calendario de Talleres Gráficos Ripoll es un re­fe­ren­te del diseño en la Comunidad Valenciana­.
A pesar de la ex­ten­sa ex­pe­rien­cia del equipo que formamos Cua­der­na Vía, recibir el encargo de su realización supone un reto personal.
La elección de la temática, la línea creativa en su con­cep­ción y su desarrollo han sido realizados pensando en el ele­va­do nivel que requería su ejecución final.
Javier Mas
Dirección Creativa
Javier Mas
Dirección de Arte
Susana Muñoz González
Producción
Imma Bononad Plancha
Ana Cuevas Colmenero
Ana Pastor Cantizano
Estudio de Diseño
Cuaderna Vía Comunicación, S.L.
Coordinación
Ignacio Ripoll
Fotografía digital
Matis
Fotomecánica
Talleres Gráficos Ripoll, S.A.
Impresión
Talleres Gráficos Ripoll, S.A.
Aunque percibimos el tiempo como un concepto universal, absoluto, infinito y ajeno a nosotros, somos nosotros mis­mos quienes hemos inventado el tiempo y su medida. Nosotros mismos, a partir de la sucesión de las estaciones y del cambio de los días y las noches, ideamos el calendario y posteriormente los relojes.
De sol, de arena, de agua, mecánicos, digitales,… cada vez más precisos, cada vez capaces de fraccionar más y más el tiempo. Relojes que nos invitan a imitar su exactitud, que nos animan a comenzar cada nuevo ciclo con fuerzas renovadas, siguiendo hacia adelante, avanzando, me­jo­ran­do, superándonos.
Después de 50 años dedicados a las artes gráficas, des­pués de 25 años organizados como una empresa moderna, después de 12 años editando este calendario, quienes formamos Talleres Gráficos Ripoll encontramos un nuevo desafío en cada año que comienza. Adecuar a la empresa la última tecnología, asegurar la calidad del proyecto, alentar cada día a nuestro equipo humano. Ese es el ritmo que queremos seguir. Ese es el tictac que nos marca el reloj del futuro.
Ignacio Ripoll
Años, meses, días, horas, minutos, segundos… fracciones del tiempo que medimos an­sio­sa­me­nte como registro de nuestra actividad. Desde tiempo inmemorial, las personas tratamos de contabilizar el paso del tiempo para organizar nuestra vida y ordenar nuestro destino. A los que nos ha tocado vivir en este final del siglo XX nos puede parecer que la medida del tiempo siempre ha consistido en mirar esas hojas de papel con números sobre la pared o el artilugio que llevamos como pulsera. Es un gesto que se ha hecho familiar. Raramente un reloj atrasa o adelanta, y si lo hace es en un tiempo tan insignificante que ha de pasar un año o más para llegar a notarlo.
Sin embargo esto no siempre ha sido así. La medida del tiempo y, sobre todo, la utilización de calendarios y relojes como los actuales ha sido algo que se ha logrado tras muchos siglos de estudio y de pruebas con aparatos de muy diversos tipos…
El firmamento ha constituido el primer laboratorio científico de la Humanidad. Y el primer instrumento para medir el tiempo fue la Luna. Debió observarse desde muy antiguo, la relación que existía entre los ciclos de la mujer (un mes lunar) y su embarazo (diez meses lunares) con sus fases. Esta coincidencia es probable que influyera en la elección de la Luna para medir el tiempo. Sin embargo, presentaba problemas que hacían difícil su utilización. Los cazadores y agricultores necesitaban un método que les permitiera conocer la llegada de la lluvia, la nieve, el calor, el frío, la sequía,… Observando los ciclos de La Luna no se podía resolver este problema.
El que realmente marca los cambios climáticos en la Tierra es el Sol y es el año solar la única manera exacta de medir los días entre una estación y otra. Tampoco extraña que el Sol haya sido una divinidad en casi todas las civilizaciones. Es conocido el caso de Egipto y se sabe que los emperadores Incas eran «hijos del Sol».
Las estaciones del año están regidas por los movimientos de la Tierra alrededor del Sol. Cada sucesión de estaciones señala el retorno de la Tierra al mismo lugar del circuito. Se cree que los egipcios fueron los primeros en descubrir la duración del año solar. Hay indicios de que desde 2500 años a.c. sabían en qué momento el Sol naciente señalaba el inicio de alguna estación. No obstante, la civilización egipcia tenía un aliado-enemigo que cada año le mostraba la estación en que vivía: el río Nilo. Es bien sabido que este río marcaba las pautas de la vida. Lo hacía además, con un ritmo natural casi tan perfecto como el marcado por el Sol. Las aguas inundaban las tierras hacia finales de Junio, cuando la Tierra llegaba al inicio del verano.
El primitivo calendario egipcio era un «nilómetro», una simple escala que marcaba el nivel de las aguas del río a lo largo del año. Pero los ciclos del Nilo tampoco coinciden con los de la luna. Por eso ésta no fue nunca usada como calendario.
Un hecho astronómico se tomó como inicio del año egipcio: una vez al año, la estrella Sirio se alza por la mañana en línea recta con el Sol naciente. Esa era la señal. Ese era el fenómeno observable; adoptaron un año que tenía 365 días más un cuarto. El año solar real tiene exactamente 365 días, 5 horas, 48 minutos y 14 segundos. Hay, por tanto, una diferencia de 11 minutos y 14 segundos.
Julio César se llevó a Roma ese Calendario y por él se rigió nuestra civilización durante muchos siglos. Fue el Papa Gregorio XIII quién, en 1582 y tras profundos estudios, introdujo sus famosas reformas en el calendario.
Entre otras medidas, decretó pasar del 4 de Octubre al 15 de Octubre de 1582. Y es que ese año, debido a la diferencia antedicha, el inicio de la primavera no habría sido el 21 de marzo sino el 11 de ese mes. Pero no todos aceptaron sus reformas. Así, por ejemplo, el Islam sigue fiel a los ciclos de la Luna. La Iglesia Católica mantiene una cierta fidelidad a la Luna. Sus celebraciones más destacadas (Cuaresma y Semana Santa) se rigen por la misma.
En la antigüedad, las unidades de tiempo usuales fueron el año y el mes. Más tarde apareció la semana y los días. Nacieron los calendarios tal como los conocemos. Las unidades más pequeñas estuvieron mucho tiempo sin ser definidas.
Los primeros intentos de dividir el tiempo en unidades más cortas que el día, se basaron en el paso del Sol a través de los cielos. Así que los relojes de Sol fueron los primeros instrumentos fabricados para ese fin. La sombra que producía el Sol fue, durante muchos siglos, la medida universal del tiempo.
El reloj solar indica los momentos del día gracias al movimiento de la sombra del Sol sobre una superficie plana, con un cuadrante. Los arqueólogos descubrieron que los chinos lo usaron unos 3.000 años antes de Cristo, empleándolo también los egipcios y los incas. Claro que éste no funcionaba de noche ni en días muy nublados, y tampoco en el crepúsculo o el amanecer. Además, los cuadrantes tenían que modificarse según las diferentes latitudes terrestres por variar la inclinación de los rayos solares, y la medición en general no era muy segura porque la duración de los días es distinta en cada época del año.
A pesar de las limitaciones, tanto griegos como romanos introdujeron interesantes mejoras en los relojes de Sol, no sólo en los aspectos científicos, sino también y, sobre todo, en el diseño. El arquitecto romano Vitrubio en el siglo I A.C. llegó a catalogar trece clases distintas.
Cuando más tarde aparecen los relojes mecánicos, no se produce de forma rápida la desaparición o el menor uso de los relojes de Sol; seguirían siendo necesarios para marcar el mediodía y poner en hora los relojes mecánicos.
Poco a poco fue siendo necesario poder medir el tiempo cuando el Sol se ponía. El hombre comprobó pronto que podía medir el paso del tiempo midiendo la cantidad de agua que entraba o salía de algún recipiente. Fue así que nacieron las clepsidras, unos recipientes que hacían las veces de reloj de agua y se usaron en Babilonia y Egipto primero, y luego en Grecia y Roma.
El líquido iba pasando de un contenedor a un vaso o fuentón graduado, que a medida que se llenaba iba marcando las horas transcurridas. La limitación principal les aparecen cuando se desean utilizar como instrumento para medir el tiempo durante toda una noche. Y más, cuando no todas las noches tienen la misma duración. Había que añadir a esos inconvenientes los propios de la fabricación del recipiente, el orificio de paso del agua, las impurezas, etc.
Los griegos, que usaron el reloj de agua con profusión en la vida cotidiana, le dieron su curioso nombre klepsydra («ladrón de agua») que los romanos latinizaron por clepsidra y con esa denominación ha llegado hasta nosotros.
Las «horas» de la vida cotidiana en Grecia no eran como las nuestras. Ellos dividían en doce partes iguales el período de tiempo con luz solar. Así, como en el solsticio de invierno, la luz solar dura unas nueve horas actuales, la hora griega era ese día la más corta del año mientras que en el solsticio de verano el día dura casi quince horas actuales y por lo tanto la hora griega de ese día era la más larga. Naturalmente, ellos desconocían la definición de hora y menos aún la de minuto.
Los abogados romanos disponían de una «clepsidra» para exponer las ar­gu­men­ta­ciones. La «clepsidra» duraba unos veinte minutos. Los relojes de agua se fueron per­fec­cio­nando poco a poco y llegaron a tener complicados mecanismos que permitían obtener incluso algunos sonidos que anunciaban momentos determinados.
El reloj de arena aparece relativamente tarde porque su fabricación precisaba dominar el arte de la elaboración del vidrio. Las primeras noticias de su utilización son del siglo VIII cuando la leyenda atribuye su invención a un monje de Chartres.
Pero cuando realmente se sabe que se utilizó como instrumento de medida del tiempo fue a partir del siglo XIV. La técnica en la fabricación del vidrio permitió elaborar un recipiente de cierre hermético en cuyo interior se colocaba la arena, secada por procedimientos complicados no exentos, en muchos casos, de extraños esoterismos. Lo cierto es que la arena debía estar absolutamente seca y con un mecanismo que impidiera que pudiera humedecerse. Los relojes de arena se popularizaron sólo para medir cortos períodos de tiempo. Los grandes eran complicados de construir y de manejar. Carlomagno ordenó construir uno que sólo había que darle la vuelta cada doce horas. Los pequeños se usaban en la cocina y en actividades donde había que medir tiempos iguales o no superiores a su duración.
Así, por ejemplo, una ley inglesa de 1483 establecía que los predicadores de las iglesias tenían que colocar un determinado reloj de arena sobre el púlpito para controlar el tiempo de la plática.
Sin embargo, uno de los objetivos de cualquier sistema de medida del tiempo era medir la noche de manera cómoda y certera.
Es evidente que el reloj de arena no podía cubrir ese objetivo con esas condiciones. Por eso su uso quedó restringido y sus mecanismos apenas han tenido avances.
Es posiblemente el modelo de reloj que más ha sido utilizado en el arte. La pintura barroca utilizó el reloj de arena para simbolizar la brevedad de la vida o la finalización de la misma con la caída de los últimos granos de arena. «San Jerónimo» del Greco, fue pintado acompañado de un reloj de arena.
Según parece, el rey de los Sajones del oeste, Alfredo el Grande (849-899) había hecho una promesa cuando estuvo cautivo: si era devuelto a su reino juró dedicar un tercio de cada uno de sus días al servicio de Dios. Así que cuando regresó a Inglaterra ordenó construir un reloj de vela que le permitiera medir su tiempo de oración y no faltar a su juramento. Otros soberanos, como Alfonso X el Sabio o Carlos V de Francia experimentaron con relojes de vela y relojes de lámparas. En estos últimos era el consumo de aceite el que permitía medir el tiempo.
A partir de ese momento hubo una profusión de sistemas para medir el tiempo. Los relojes de fuego se popularizaron en el lejano oriente (China, Japón, Corea). La costumbre de quemar incienso y otras plantas aromáticas les sugirió medir el tiempo en función del tamaño de varilla consumida.
El reloj de especias fue inventado por el francés Villayer a finales del siglo XVII. Concibió un reloj dispuesto de tal forma que cuando su dueño tocaba por la noche la manecilla de la hora, ésta le servía de guía para llegar a un pequeño recipiente con una especia colocada en el lugar de los números. De esta forma podía saber la hora según oliese a canela o a nuez moscada….
El reloj cañon es un curioso artilugio construido por un ingeniero parisino: acopló una lupa a su reloj de forma que al llegar al medio día el calor se concentraba, y producía el fuego necesario para encender la mecha de una bala de cañón que se disparaba puntual cuando el Sol culminaba su paso por el cenit. Se cuenta que ese fue el cañón cuyo disparo marcó en su momento el inicio de la Revolución Francesa.
El reloj cilíndrico o reloj de sol tipo «pastor» era utilizado por los pastores del Pirineo. La hora se obtiene colocando el estilete encima del mes correspondiente y ob­ser­vando la sombra. Cada línea tiene dos números que se corresponden con las horas de la mañana y las de la tarde respectivamente.
En el reloj neumático es el aire el que se encarga de marcar la hora. Realmente se trata de un sistema de transmisión de la hora desde un reloj central a base de tubos por los que circula aire a presión. En 1886 se instaló uno de estos relojes en París por encargo del Ayuntamiento. Su construcción requiere un cierto grado de desarrollo tecnológico.
El reloj anular o «benedictino» se compone de dos piezas cilíndricas, una dentro de otra, pero que posibilitan su movimiento anular concéntrico. Para observar la hora, hay que situar un anillo respecto del otro según el mes del año y dirigir hacia el Sol un pequeño agujero que permite pasar al interior del anillo un punto de luz que marcará la hora correspondiente.
Con todo, la medida del tiempo por parte del hombre tardó mucho en in­de­pen­di­zarse del Sol. Era necesario encontrar algún modo de medir el tiempo en secciones pequeñas, exactas, iguales en cualquier día del año y en cualquier lugar de la Tierra.
Los europeos no inventaron relojes mecánicos hasta el siglo XIV, retraso que sorprende. Pero sorprende más aún que la motivación por la que se crea ese tipo de reloj no procede ni de la agricultura ni del comercio ni de los pastores: procede de las órdenes religiosas que deseaban cumplir con constancia y sin olvidos sus deberes con Dios.
Así que los primeros relojes mecánicos construidos no tenían como misión marcar la hora, sino hacer sonar una campana que indicara a los monjes que había llegado el momento de sus rezos. Eran, realmente, unos des­per­tadores. Hasta no hace mucho, sobre todo en los pueblos, las campanas recordaban los rezos del «Ángelus» al mediodía y al atardecer. Unos pesos que caían eran los res­pon­sables de mover el brazo que golpeaba la campana. El mecanismo que evitaba que los pesos cayesen de forma acelerada fue llamado escape. Esta es una de las invenciones más revolucionarias de la historia de la humanidad, pese a su sencillez. Estaba diseñado de tal forma que alternativamente detenía y luego liberaba la fuerza del peso en la maquinaria en movimiento del reloj. Este fue el invento fundamental que hizo posible la creación de los relojes modernos: el tictac del escape del reloj se convirtió así en la voz del tiempo.
Por fin, la medida del tiempo dejaba de depender de los caprichos del Sol para ser algo cuya precisión dependía de la regularidad del escape del reloj. Hacia 1330, la hora se convirtió en nuestra hora moderna: una de las veinticuatro partes iguales en que se dividió el día; por primera vez la hora quedaba definida de una forma aceptada universalmente.
Los primeros relojes no tenían ni esfera ni manecillas porque su única misión era marcar las horas. Fueron las torres de las Iglesias y las de los Ayuntamientos las que se encargaron de difundir esta nueva forma de medir el tiempo. Pero poco a poco el ingenio humano empezó a mejorar y a transformar los diseños de los relojes, sin cambiar el fondo mecánico.
Pero aún faltaba algún paso más que dar. El minuto no había nacido. Las primeras esferas de relojes –quizá la de San Pablo de Londres fue una de ellas– marcaban las horas de forma dispar. Unas marcaban sólo del I al VI y la manecilla daba cuatro vueltas al cabo del día. Otras marcaban las veinticuatro horas del día. Por fin se fue imponiendo la que ha llegado generalizada hasta hoy: la que marca doce horas dando la manecilla dos vueltas al día. Los minutos no fueron señalados hasta que el péndulo permitió añadir una segunda manecilla, concéntrica con la de las horas, que daba una vuelta completa cada hora. Hacia 1670 casi todos los relojes marcaban los minutos y también los segundos.
Se completaba así un largo período de avances paulatinos hasta conseguir la medida del tiempo de forma exacta y aceptada. A partir de ahí, se producen avances técnicos.
La tradición cuenta que cuando Galileo Galilei (1564-1642) tenía 19 años y asistió a unos oficios religiosos que se celebraban en la Catedral de Pisa, se distrajo mirando el balanceo de la lámpara del altar. Pudo comprobar que el intervalo de tiempo de las oscilaciones permanecía constante utilizando su propio pulso como unidad de medida. Parece ser que este raro descubrimiento influyó para que el genial Galileo abandonara sus estudios de medicina y se dedicara a la física y a las matemáticas. Con ese invento aplicado a los relojes se consiguió en pocos años reducir el margen de error de 15 minutos a sólo diez segundos por día.
Todos los lugares de la Tierra experimentan, a causa de la rotación del planeta sobre su eje, un día de 24 horas por cada vuelta completa de 360°. Los meridianos de longitud señalan esos grados. Así, la Tierra, cuando gira hace que por ejemplo, sea mediodía en diferentes lugares y cuando es mediodía en un lugar, aún falta tiempo para que lo sea en otro que esté al Oeste.
En concreto, cuando en Estambul es mediodía, en Madrid faltan dos horas para que llegue el mediodía. Por tanto, si se pone un reloj exacto en Madrid y se viaja a Estambul, veríamos que al comparar con la hora local nuestro reloj tendría un «retraso» de dos horas. De esta forma, comparando ambas horas, se puede saber a qué distancia están las dos ciudades.
Esta situación que en tierra puede resultar sólo curiosa, cuando se navegaba por los inmensos océanos se había convertido en un grave problema.
Cuando la navegación dejó de ser de cabotaje (cercana a la costa) y se dispuso a cruzar océanos como el Atlántico o el Pacífico, las orientaciones y ayudas que proporcionaba la astronomía se hicieron insuficientes. Cuando la consulta se le hizo a Galileo, éste recomendó la creación de un reloj exacto para el mar.
Los holandeses, que en esa época tenían enormes intereses comerciales con el extremo oriente, se dispusieron a resolverlo como fuera. Huygens (1629-1695) lo intentó con un reloj de péndulo. Pero es difícil medir el tiempo con precisión con un reloj de ese tipo en un barco que se balancea a merced de las olas. El cálculo de la longitud en alta mar se convirtió así en un problema prácticamente universal. Felipe III de España ofreció, en 1604, un premio de 10.000 ducados a quien lo resolviese; Luis XIV, ofreció 100.000 florines. Los Estados Generales Holandeses también anunciaron el suyo. En Inglaterra, la necesidad de resolver el problema la motivó un grave accidente que sufrió su flota. A menos de 65 Km. de la costa, muchos barcos chocaron con las rocas de las islas Scilly por estar totalmente desorientados respecto de su posición. El parlamento inglés, conmovido por la tragedia, aprobó en 1714 una ley para «proporcionar pública recompensa a aquella persona o personas que descubrieran la longitud en el mar».
Era evidente que el premio no podía ser ganado por el reloj de péndulo. Había que avanzar más. Alguien había pensado que si se enrollaba una delgada pieza de metal como un resorte, al desenrollarse podía impulsar la máquina. Pero el resorte tenía problemas. Mientras un peso que caía ejercía la misma fuerza al principio y al final de su caída, en el resorte la fuerza disminuía conforme se desenrollaba. La solución la daría el husillo. Pero aun quedaban situaciones que resolver: el tamaño seguía exagerado, no estaba metido en caja alguna, etc.
¿Qué pasó con los premios ofrecidos? El del parlamento inglés fue ganado por John Harrison (1693-1776). Después de varios intentos consiguió un reloj con el que hizo un viaje de nueve semanas a Jamaica. Los encargados de controlar la prueba comprobaron que sólo perdió cinco segundos, equivalentes a 1’25 minutos de longitud que estaba dentro del margen de treinta minutos de longitud que permitía la convocatoria.
Así pues, el mecanismo del resorte hizo posible los relojes portátiles tanto en tierra firme como en el mar. El tiempo adquirió así una nueva visión y se tuvo la impresión de tenerlo, al fin, totalmente dominado.
El avance del reloj había sido importante, aunque quedaban cuestiones sin resolver como el desgaste de las piezas y la consiguiente inexactitud en la medición del tiempo. Este aspecto logró modificarlo Nicolás Faccio utilizando rubíes y zafiros como pivotes de los mecanismos de los relojes. La dureza de estas piedras redujo significativamente los errores por frotación y desgaste, significando una mejora importante en la industria relojera.
Ya entonces, sin embargo, habían pasado unos cien años desde los primeros relojes a cuerda inventados en la ciudad alemana de Nüremberg, lo que permitía la construcción de relojes portátiles. De esta época viene la fama de Ginebra como célebre centro relojero. La legislación calvinista de la ciudad impedía a sus orfebres realizar «cruces, cálices u otros instrumentos», con lo cual fueron perdiendo su rica clientela francesa y saboyarda. Por eso decidieron dedicarse a la creación de cajas para el mecanismo de los relojes, trabajando en estrecha colaboración con los artesanos relojeros. Ya a principios del siglo XVII, la reputación de la relojería ginebrina atravesaba las fronteras del país y exponía sus creaciones en las ferias de Lyon y Francfurt.
Hoy en día, contamos con una inusual variedad de tipos y calidades de relojes: artesanales, eléctricos, cronómetros, despertadores, de pulsera, atómicos, digitales… El reloj pulsera, por ejemplo, fue creado en 1904 por el relojero suizo Hans Wildorsf, de la famosa casa Rolex, quien apenas seis años después diseñó el primer cronómetro de pulsera. Los relojes atómicos, por su parte, comenzaron a construirse en 1949, constituyéndose en una de las primeras aplicaciones pacificas de la energía nuclear.
Por último, el uso de las propiedades del cuarzo en los relojes se inició en los Laboratorios Beil, en Estados Unidos, y a partir de 1980 se popularizó su uso en los relojes pulsera, que reemplazaron el clásico cuadrante redondo por una pantalla donde se puede efectuar una lectura directa de la hora.
Como hemos visto, la batalla por dominar la medida del tiempo ha sido lenta y larga. Hoy miramos este calendario o nuestros relojes automáticos u oímos las señales horarias exactas por la radio y nos pudiera parecer que eso siempre fue así de sencillo. Se ha recorrido ya un largo camino.
Javier Mas

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